Mi corazón latía tan fuerte que parecía que iba a salirse de mi pecho. Tan pronto como la costa fue visible en el horizonte, estaba en el azul, nadando con la cabeza fuera del agua tratando de controlar mi respiración. Unos 30 metros frente a mí emerge Moctezuma, una gigantesca orca macho de cinco toneladas con su aleta dorsal de casi dos metros. Visualicé este momento en mi cabeza muchas veces, pero no tenía idea de lo abrumador que podría ser. Lo acompañan otras dos hembras y una cría. Veo su último aliento en la distancia y se zambullen, encorvando la espalda, directamente hacia nosotros. Yo hago lo mismo, conteniendo la respiración y comenzando a sumergirme en su dirección, hacia el azul oscuro, esperando encontrarme cara a cara con el depredador más grande del océano.
Mi amigo Alex Postigo y yo habíamos cruzado el Atlántico y aterrizado en La Paz, la capital de Baja California Sur (México), con el objetivo principal de poder nadar con orcas salvajes en el Mar de Cortés. Allí nos esperaban Rafa Fernández y Gador Muntaner para mostrarnos este paraíso submarino e intentar mostrarnos las criaturas que lo habitan.
Nada más llegar a la ciudad mexicana organizamos la semana, estudiamos los informes meteorológicos y el viento para saber a qué hora podíamos salir a navegar. Lo tenía claro: quería pasar la mayor cantidad de horas en el agua para aumentar las posibilidades de encontrarme con las diferentes especies de animales. Saldríamos al mar con la ONG Orgcas, una asociación liderada por mujeres que está logrando reducir la pesca de tiburones dando a los pescadores locales la alternativa de llevar a la gente al mar para mostrarles lo más increíble que hay en el océano: la vida marina. Entre todas las sorpresas que nos podía dar el Mar de Cortés, mi sueño era poder nadar con orcas, por lo que mantendríamos comunicación abierta las 24 horas en caso de que algún pescador encontrara algún ejemplar en esta zona de la costa de la península de Baja California.
El primer día nos levantamos a las cinco de la mañana, todavía era de noche. Preparamos nuestro equipo fotográfico, trajes de neopreno y demás material para llegar a la caleta Ensenada de los Muertos desde donde zarparíamos. Una hora de viaje a través de un desierto de rocas y muchos cactus, todavía no podía creer que estaba allí… ¡Habían sido muchos meses de espera!
Llegamos a la playa y allí nos esperaba Félix, nuestro capitán. Un experimentado pescador local de unos treinta años que nos sacaba con su “panga” en busca de vida marina salvaje, cetáceos y otras especies. El lugar era de postal: una bahía rodeada de bajas montañas rocosas, bañada por la cálida luz del amanecer que se reflejaba en el mar, como si fuera un espejo.
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Una hipnótica danza submarina
Nada más zarpar, a pocos metros de la orilla, me sorprendieron unas salpicaduras que se veían a lo lejos… ¡Eran mobulas! Saltando a más de un metro sobre la superficie. Estábamos en la temporada de migración de esta especie de manta, cuando decenas de miles de ellas se congregan en estas aguas creando uno de los espectáculos naturales más increíbles del planeta. Me llamó la atención el sonido que hacían cuando golpeaban el agua con sus alas abiertas y lo cerca que saltaban del bote. Saqué la cabeza y miré el agua, ¡estábamos rodeados por cientos de ellos! Rápidamente nos pusimos los trajes, la máscara y las aletas y nos lanzamos al mar con nuestro equipo fotográfico. Un nuevo mundo se abrió ante mis ojos, el espectáculo bajo la superficie era aún más impresionante. Una bola gigante de mobulas llenaba todo mi campo de visión, me rodeaba una danza hipnótica perfectamente coordinada. Se movían al unísono, como una bandada de pájaros. A medida que descendías más profundo, el contraste de color entre su espalda oscura y el vientre blanco de las mantas era sorprendente. Cuando te acercabas a la pared de mobulas estas se abrían y giraban a gran velocidad creando figuras imposibles para luego volver a la formación inicial. No sé cuánto tiempo estuvimos inmersos en esta danza submarina, mi cabeza se había abstraído por completo de la realidad. Gador, más acostumbrado a este tipo de encuentros, sugirió subirnos a la panga para seguir navegando mar adentro en busca de otros animales.
Navegamos el resto del día hasta la puesta del sol, disfrutando del momento, sin dejar de estar alerta esperando distinguir una señal o un soplo a lo lejos. Ese primer día no hubo suerte. Aun así, volvimos a la costa ilusionados y con la tranquilidad de tener unos días por delante para seguir buscando.
Al día siguiente repetimos la logística. Cruzamos los inmensos bancos de mobulas, admirando sus bailes y saltos, esta vez sin zambullirse en el agua para salir al mar. Estábamos charlando tranquilamente cuando, de repente, Rafa se levanta y grita: “¡Una ballena! ¡Una ballena!”. Me levanté como un resorte y miré al horizonte tratando de distinguir alguna figura entre las suaves olas y el brillo de la superficie. Efectivamente, una pequeña espalda gris brillaba en la distancia. Tomamos velocidad en su dirección, felices de ver una ballena jorobada en nuestro segundo día en Baja California Sur.
Llegamos al área de avistamiento, pero el agua ahora estaba en calma, sin rastro del cetáceo. Todos nos mantuvimos alerta, observando cada ola del mar, y… ¡escuchamos un tremendo rocío! Corrimos a estribor y vimos ante nuestras narices a una de las criaturas más grandes que ha existido en la historia del planeta, una impresionante ballena azul. Me costó contener la emoción de ver un animal así, estaba tan cerca que podíamos oler su aliento. Después de unos minutos de pura admiración, volamos el dron para apreciar su tamaño. ¡El bote a su lado parecía un juguete! Increíble poder ver su figura completa y apreciar su color azul, pues desde la panga se veía más bien gris. No podemos estar más contentos: poder disfrutar de un animal que puede superar los 25 metros de longitud y las 150 toneladas de peso, solo en el mar y sin distracciones.
Cuando de repente… “Repite por favor, no te escucho bien”. Félix sube el volumen de la radio. Responde una voz entrecortada, no podemos entender prácticamente nada excepto la palabra “orcas”. ¡Casi nos caemos al agua! El capitán aclara la situación a su compañero pescador y, efectivamente, habían visto unas orcas no muy lejos de allí. Nos despedimos de la primera ballena azul que he visto en mi vida, siempre la recordaré, y nos dirigimos hacia las coordenadas que nos había dado el pescador.
No perdimos ni un segundo, cogimos los trajes y comenzamos a ponérnoslos entre los saltos que daba el barco, navegando a gran velocidad, nos alejábamos rápidamente de la costa. Minutos después divisamos la otra panga con los pescadores y varios lomos negros a poca distancia de ellos. Era cierto, se habían cruzado con un grupo de orcas y mi corazón latía a mil por hora.
Un enorme macho conocido en la zona como Moctezuma, dos hembras y un ternero nadaron tranquilamente mar adentro. Saludamos a los compañeros de Félix y, tras agradecerles su llamada, nos dispusimos a ver la actitud de estos superdepredadores y valorar si estaban dispuestos a dejarnos tener un encuentro con ellos en el agua.
Rafa y Gador ya nos habían explicado cómo teníamos que proceder. Mientras las orcas fueran colaborativas y amigables, las pasaríamos siguiendo su trayectoria. Sin decirles el paso y dejándoles una distancia, saltaríamos al azul. Después todo dependería de ellos, a veces son muy curiosos, otras veces pasan de largo y muchas otras veces se sumergen y ni siquiera los ves bajo el agua. Ellos son los que deciden.
“¡Al agua! ¡Al agua!” El capitán comenzó a gritar mientras detenía el motor de la lancha. Ya nos habíamos colocado a cierta distancia del grupo de orcas, en una buena posición y no había mucho más que pensar. Me dejé llevar por la inercia y salté por la borda. Empezamos a nadar lentamente para alejarnos del bote tratando de averiguar su trayectoria. Frente a nosotros, a cierta distancia, emerge Moctezuma. Parece que tiene la intención de acercarse y estamos en una posición perfecta. Por un momento me pregunto qué estoy haciendo allí, no hay vuelta atrás, estamos a merced del mayor depredador de los océanos.
El grupo de orcas se sumerge y nosotros hacemos lo mismo. Una última bocanada de aire y empiezo a revolotear en su dirección, ganando metros de profundidad. Me sumerjo en un mar cada vez más oscuro sin saber cuándo ni dónde pueden aparecer. Empiezo a distinguir algo blanco frente a mí y, cuando quiero darme cuenta, tres orcas impresionantes aparecen como por arte de magia. Todavía son mucho más grandes de lo que parecían a bordo del lanzamiento. Una ráfaga de adrenalina golpea todo mi cuerpo. Me siento tan vulnerable que algún instinto me tienta a patear hacia la superficie, cuando de repente una de las hembras pasa justo debajo de mí, deteniéndose por completo. Se gira dejando ver sus famosas manchas blancas y alcanzo a apreciar su ojo izquierdo. Me mira, me analiza. En ese instante el miedo desaparece. Soy capaz de distinguir tantas cosas en esa simple mirada que siento que el tiempo se ha detenido. Tengo ante mí un animal extraordinario, potencialmente peligroso, que caza todo lo que nada y que no tiene un solo rival. Y sin embargo, ven algo en nosotros que les llama la atención, pero de una manera diferente. “Nunca se ha registrado un ataque de una orca salvaje a un humano”, seguí repitiéndolo en mi cabeza antes de saltar al agua. Es curioso, me parece algo excepcional. Creo que estos animales tienen una sensibilidad especial que aún no somos capaces de entender.
El grupo continúa su camino. La burbuja en la que estaba desaparece y me doy cuenta de que no tengo aire. Subo lo más rápido que puedo a la superficie con mi diafragma presionando mis pulmones. Respiro aceleradamente, mis ojos humedecidos por la emoción y los gritos del momento que acabo de vivir. Mis colegas están igual de emocionados. Lo celebramos.
Ese mismo día pudimos disfrutarlos en el agua unas cuantas veces más hasta que desaparecieron, estaban muy relajados.
La suerte estuvo de nuestro lado, los siguientes días vimos otra ballena azul, dos ballenas jorobadas, tiburones azules, delfines y por supuesto orcas. Un grupo de unos 14, otro día una familia más pequeña que cazaba un cachalote enano (Kogia sima), otra especie muy dificil de ver. Fue increíble tener la fortuna de compartir este momento en el agua con ellos, viendo como interactuaban y comían a escasos metros de distancia. Esto es algo que no suele ocurrir, ni siquiera es recomendable estar en el agua mientras comen. Pero sin esperarlo, optaron por mostrarnos su fiesta y hacernos partícipes de ella.
Sin duda, este es uno de los mejores viajes que he hecho y los mejores encuentros con la vida silvestre que he tenido. ¡Y esta fue solo la primera parte de la aventura! Al día siguiente navegaríamos 30 horas hacia el archipiélago de Revillagigedo, unas islas volcánicas en el Océano Pacífico. Uno de los mejores puntos de buceo del mundo.
Gotzón Mantuliz Es un viajero empedernido y creador de contenido. Comparte con sus casi 650.000 seguidores de tu cuenta de instagram sus aventuras por el mundo con su fiel compañero No.