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Greenblatt en la UNAM y Esquivel en la Corte Suprema | Opinión

a mi Chikun

A mi amigo Antonio Saborit

El viernes pasado (24 de febrero) asistí a una conferencia impartida por el profesor Stephen Greenblatt en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Aquellos con un profundo interés en Shakespeare y el Renacimiento han leído al Profesor Greenblatt, pero esta vez no importa mucho. El título de la charla fue “Supervivencia en tiempos de censura” (el título en inglés era más largo y complejo). Puede argumentarse que los dos objetivos principales de la conferencia eran la tiranía y la libertad; la segunda en la medida en que puede ejercerse, en este caso a través de la literatura, contra la censura. Lo anterior a través de los ojos de un solo hombre, de una sola cabeza, la de William Shakespeare. El evento se llevó a cabo en el Auditorio Rosario Castellanos de la ENALLT (Escuela Nacional de Idiomas, Lingüística y Traducción), que se encontraba prácticamente lleno. A lo largo de la charla, con distintas intensidades, pasajes, ideas o nociones de caseríos, Ricardo II, Ricardo III, el rey lear, coriolano, Macbeth, El mercader de Venecia, otelo, La tempestad, Julio César, Enrique VI y seguramente otras obras que ahora se me escapan.

Mientras hablaba el profesor Greenblatt, con una sencillez y una gracia raras en el mundo académico, la audiencia no pudo evitar darse cuenta de que esta familiaridad con Shakespeare y esa sabiduría (no puedo encontrar otra palabra) solo puede ser destilada por una persona después de muchos años de estudio serio. dedicación al estudio de una materia. Un tema, William Shakespeare, aparentemente anodino y hasta irrelevante para el México de hoy, para el desarrollo del país o para solucionar sus problemas sociales más apremiantes. Y sin embargo, el profesor Greenblatt nos contó, a un puñado de profesores y numerosos estudiantes, una serie de historias, reales e imaginarias, sobre varios aspectos del poder político: bajeza, engaño, aquiescencia, timidez y codicia. ; así como el coraje que implica enfrentar tal poder. Estoy prácticamente seguro de que algunos de estos aspectos resonaron en la cabeza de varios de los presentes, ya que él se sintió en el ambiente (yo lo sentí, al menos); parecía imposible no referirlos constantemente a la realidad mexicana.

Si el hilo conductor de la charla fue cómo la literatura puede confrontar o desafiar el poder político de muy diversas formas, lo cierto es que el ponente también hizo referencia a cuestiones sociales, históricas, éticas y otros campos del saber. Aquí sólo me refiero a dos enfoques que me llamaron la atención. La primera es algo que puede parecer muy simple, pero que nunca había escuchado: los líderes políticos actuales no necesitan censurar, no necesitan recurrir a la censura. ¿Porque? Porque basta hacer ruido, hacer mucho ruido, hacer ruido constantemente, para que el público ya no distinga bien, distinga claramente, entre tanta palabrería, tanto alboroto y tanto alboroto. El profesor Greenblatt no lo dijo explícitamente, pero sugirió que las redes sociales (y, añado, la obsesión humana del siglo XXI con ellas) son una herramienta formidable. En definitiva, la incapacidad de crear silencio(s) a nuestro alrededor y, por tanto, la imposibilidad de reflexionar sobre toda esa “información” con la que somos martillados día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, hace que aceptemos las cosas sin darnos cuenta. , casi sin bromas; Nos hace pensar que seguramente esto no es tan reprobable, que muy probablemente esto también pasa en otros países… y por lo demás pasa a menudo o, en el mejor de los casos, con relativa frecuencia. Y seguimos con nuestra rutina diaria y nuestros quehaceres diarios, como si esto y aquello fueran algo “normal” o, al menos, “relativamente normal”.

El segundo planteamiento es que muchas veces olvidamos que lo que bastaría con exigir o exigir al poder político es algo que expresó el profesor Greenblatt con tres palabras aparentemente inocuas: simple decencia común (“simple decencia común”). Parece un tópico, pero sentado en ese auditorio relativamente pequeño de la Universidad Nacional Autónoma de México, por una milésima de segundo imaginé, o tuve la sensación, que esas tres palabras harían estallar ese campus universitario. ¿Porque?

La jueza Yasmín Esquivel, quien forma parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, recientemente se acogió a la posible decisión de un Comité de Ética de uno institución académica (UNAM). Como lo escribo aquí (cursivas incluidas) y como lo están leyendo los lectores. Es decir, el Ministro Esquivel censuró o pretende censurar lo que aún no ha sido expresado y que, en todo caso, sería o será expresado en su momento por un órgano colegiado que tiene detrás la historia, la vocación de conocimiento y la legitimidad de la institución académica más grande y antigua de este país. Pero hay más A raíz de la segunda batería de pruebas de plagio académico cometido por ella, en este caso en la elaboración de su tesis doctoral, la ministra Esquivel ha respondido, a través de un comunicado de su abogado, lo siguiente: “[L]La posible existencia de omisiones en las citas del autor, o de errores en su redacción, sólo tienen ese significado —el de deficiencias o olvidos—, pero nunca una forma de plagio, pues técnicamente esta figura jurídica implica la publicación de una obra completa en en nombre de otro.” Y añade el ministro, a través de un abogado, unas palabras que Shakespeare no habría puesto en boca de ninguno de sus personajes, pero que sin duda podría haber convertido en una poesía ejemplar, ejemplar y deslumbrante: “[L]El honor, la competencia y la probidad de una persona son valores que se refrendan todos los días con nuestras acciones públicas y privadas, no solo al preparar un trabajo académico… Es totalmente inexacto que, al omitir citar a un autor en un tesis, esto implica automáticamente el plagio de toda su obra”. Valdría la pena diseccionar las dos citas anteriores y tratar de explicar la obsesión del Ministro Esquivel por la exhaustividad, pero no tengo suficiente espacio. Extraigamos, pues, las dos consecuencias más evidentes.

Por un lado, el plagio, la deshonestidad intelectual y el fraude académico, todos ellos, convertidos en “deficiencias u omisiones”. Por otro, el trabajo académico como la trastienda donde se cuece toda la corrupción y todos los compromisos, porque a quién le importa el robo del trabajo reflexivo, silencioso, arduo e intelectual que han hecho otros. Y encima, en aras de algo tan poco atractivo, tan poco rentable y tan inútil como el conocimiento (tan maltratado en México desde hace al menos un par de décadas).

En algún momento de su charla, Greenblatt se refirió a un pasaje de Enrique VI en que una de las grandes faltas de que se acusaba a alguien y por la cual debía ser duramente castigado, era la de corromper a la juventud; su carencia: haber creado… una escuela de gramática (escuela de Gramática). El conocimiento como algo amenazante, como algo a erradicar; en este caso, una escuela bajomedieval que enseñaba no solo gramática (como podría pensarse), sino también lógica, retórica, historia, matemáticas y ciencias naturales. En otras palabras, un espacio en el que se pretendía enseñar el pensamiento crítico. Me pregunto qué pasó por la mente de los estudiantes presentes ese día cuando escucharon esa parte de la charla sobre William Shakespeare. Sea como fuere, al final de la conferencia y sin idealizar la actividad universitaria (porque conozco bien sus abusos, sus pretensiones, sus “feudos” y su falta de generosidad), pensé en la valer y en el fuerza de muchas de las cosas que, en mi opinión, representan personas como el profesor Greenblatt. Entre ellos, la reflexión, la dedicación, la palabra argumentada y el conocimiento, así como la posibilidad de enseñar algo a los jóvenes, estimular su pensamiento, incitar su curiosidad y motivarlos, no sólo en el campo estrictamente intelectual. Por mi parte, salí encantado del Auditorio Rosario Castellanos, mientras resonaban en mí las tres palabras, quizás inofensivas, que había escuchado poco antes: simple decencia común.

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